Durante mucho tiempo tuve la idea de hacer un viaje por carretera desde Chicago hasta Nueva Orleans. No solo por lo que prometen las ciudades de inicio y fin del recorrido, sino por lo que insinúan los espacios intermedios: las ciudades míticas de la Ruta 61, los pueblos chicos, los tramos largos de ruta, las estaciones de servicio perdidas, las historias mínimas que aparecen cuando uno baja la velocidad. Esta serie de cuatro artículos no es una guía de viaje, ni pretende serlo. Es, más bien, una crónica personal de lo que fui viendo, sintiendo y reflexionando mientras bajaba hacia el sur. Un intento de narrar el movimiento, pero también los silencios, los contrastes y las marcas que deja el camino.
Hoy comienzo con mi recorrido en Chicago, la ciudad que mira hacia arriba.
Hay ciudades que no se caminan: se observan hacia arriba. Chicago es una de ellas. No solo por sus rascacielos, que son una forma de testimonio, sino porque su historia, sus cicatrices y su vitalidad no están solo a ras del suelo. Empezar este viaje hacia el sur desde aquí no fue casual. Fue una elección con peso simbólico. Desde este punto parte la Ruta 66 (que recorrí hace más de 25 años), y de alguna manera, también parte una cierta concepción de lo que es Estados Unidos.
Llegamos en avión, pero para empezar a caminar lo hicimos desde Union Station, y nos fuimos dejando llevar por el ritmo de la ciudad, que al principio se siente densa pero ordenada. A la vuelta de la esquina se ve la Willis Tower. Chicago desde la altura se ve como una maqueta precisa. Luego caminé hasta la intersección de la calle Adams y la avenida Michigan donde está el cartel que marca el inicio de la Ruta 66. Pequeño, modesto, pero cargado de una promesa. Lo fotografié sin demasiado entusiasmo, sabiendo que ese símbolo iba a volver más adelante en el viaje.
Seguimos hacia el Instituto de Arte de Chicago, que es de esos lugares que te pueden absorber por horas si no te cuidás. Justo enfrente, el Millennium Park me devolvió al presente: la fuente de las caras que escupen agua y el famoso "Bean", que distorsiona todo y a la vez lo refleja con una nitidez inquietante. Más al sur, en el Grant Park, la Fuente de Buckingham me regaló una postal clásica de ciudad. Cerré este primer recorrido en el Field Museum, un templo de historia natural con ese aroma inconfundible a ciencia y solemnidad.
Comimos al paso. En los carritos (foodtrucks) encontré una forma de entender la ciudad por el estómago. Usé dos apps que funcionaron bien: Truckster y StreetFoodFinder. Los puestos cambian, así que conviene chequear antes de salir.
Recorrimos el Riverwalk a pie (quedó pendiente tomar uno de esos barcos turísticos que ofrecen un recorrido arquitectónico por el río). Sorprende cuánto se puede entender de una ciudad por cómo se construyó. Cada edificio cuenta una parte de la historia, cada ángulo habla del tiempo. Crucé el río para ver una escultura que no esperaba: "Wings of Mexico", unas alas enormes de bronce que parecen fuera de lugar y sin embargo encajan. Llegué al Navy Pier, más turístico, pero con una vista abierta al lago que regala un oasis en el hormigón (a pesar de la enorme cantidad de gente).
Más tarde caminamos hasta el Haymarket Memorial, en homenaje a los mártires de Chicago. No está cerca de nada, casi no se nombra en las agendas turísticas, pero vale la caminata por lo que significa en la historia de la lucha de los trabajadores. De camino pasamos por el City Hall y vimos la escultura de Picasso, una figura de un caballo a su estilo. Muy particular como Chicago misma, quizás.
Un tip barato y divertido: subirse al tren elevado (necesario además porque alojarse en el down town es carísimo). La línea marrón da una vuelta hermosa por el centro, con vistas inesperadas. Por 5 USD tenés un pase de 24 hs que también sirve para cualquier traslado en bus. Es una experiencia de cine urbano en tiempo real.
Recorrimos la Magnificent Mile y llegamos hasta el John Hancock Center, donde se encuentra el mirador 360 Chicago (vale la pena subir, disfrutar la vista y descubrir las playas que no son pocas). A pocos pasos entramos a la Fourth Presbyterian Church, una iglesia gótica que parece suspendida en el tiempo. Luego fuimos hasta Lincoln Park. El zoológico es gratuito pero no encontramos mucho para ver.
Fuimos a la Oak Street Beach. Me senté en la arena, miré el lago como si fuera un mar y por un rato dejé que el ruido urbano quedara atrás. Después bañarse en el lago. Nada que enviadiarle a una playa "de verdad".
La despedida ffuecon la original pizza de Chicago, con maíz, relleno y mucha salsa.
Chicago no se deja conocer del todo en cuatro días, pero ofrece lo suficiente como para quedarse pensando.
Ahora toca conducir por la frontera entre Illinois e Indiana. El sur espera.
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